LAS POSTRIMERÍAS DE VALDÉS LEAL EN LA CARIDAD DE SEVILLA
Parece muy idóneo (por la proximidad del día de difuntos), para darnos un paseo por las dos imágenes más espeluznantes que generó el barroco en toda Europa. Me estoy refiriendo a las dos postrimerías, jeroglíficos o vanitas que pintó Valdés Leal para la iglesia de la Caridad. En ellas consiguió lo mejor de su obra (con tantas irregularidades) y dejó el ejemplo más evidente de cómo utilizar la muerte como un recurso didáctico al servicio de una idea, la de su mecenas, Juan de Mañara.
Se trata de dos grandes lienzos con formato de medio punto en la parte superior que se encuentran aún colocadas en el lugar para el que se imaginaron: los pies de la única nave de la iglesia.
En una de ellas nos parece la muerte con un espectacular ataúd bajo el brazo que se dirige hacia nosotros en todo un alarde de perspectiva mientras la mano contraria apaga una vela.
La Muerte se encuentra sobre un suelo alfombrado de todo tipo de objetos que representan las vanidades del mundo, todas aquellas riquezas y honores que los hombres intentamos atesorar y que de nada nos valdrán tras la muerte.
Su título, IN ICTU OCULI (en un abrir y cerrar de ojos) recalca la idea de la muerte que siempre nos esperará por sorpresa, en el momento más inesperado.
La segunda obra, FINIS GLORIAE MUNDI, nos presenta una escena aún más horripilante (Murillo decía de ellas que habría que verla con la nariz tapada, debido al hedor). Una serie de féretros abiertos nos muestran los cadáveres en descomposición (con un verismo que no nos ahorra ni los gusanos). Por sus indumentarias y ajuar descubrimos en los cuerpos que pertenecieron a obispos o reyes, pues nadie se libra de la muerte, que a todos alcanza e iguala.
Por encima de ellos la mano de Cristo (con su herida) sujeta una balanza en donde se recoge la idea tradicional del pesaje de las almas (ya presente en Egipto, como vimos) en donde se nos muestran las buenas y las malas obras.
Junto a él la cartela: NI MÁS NI MENOS.
Hasta aquí la pura descripción pero, ¿qué hay de tras de estos cuadros?
Evidentemente hay algo inapelable. Valdés Leal se inspiró (en ocasiones literalmente) en el Discurso sobre la verdad de Miguel de Mañara, el hermano mayor de la Hermandad de la Caridad. Si queréis ver las coincidencias entre texto e imágenes lo analizamos aquí.
Por otra parte, y como ya analizó tan brillantemente Santiago Sebastián, las imágenes forman parte de un conjunto más global sobre las obras de la caridad (pintadas por Murillo) y el Santo Entierro de Roldán en el retablo, la última obra de caridad, enterrar a los muertos, la genuina e inicial vocación de la hermandad.
Otra cosa distinta sería el motivo final de estos cuadros (y en general del tema de la vanitas). Frente a ello podemos encontrar varias hipótesis que planteamos brevemente.
La idea más tradicional fue planteada ya hace años por Maravall. Desde su óptica marxista la vanitas era una instrumento de control. La imagen de la muerte y sus miserias se convertirían en un mensaje visual potentísimo que cumpliría dos misiones: hacia los poderosos conduciéndoles hacia la caridad; hacia los estamentos más bajos una especie de bálsamo frente a su propia pobreza. Al demonizar el poder y las riquezas, la pobreza queda inmediatamente santificada y el pobre calmado ante las injusticias del mundo estamental (por ello, habla el autor, la constante referencia a la muerte como igualadora, una especie de justicia pospuesta y una forma de calmar el ansia de igualdad). Como hablábamos en el artículo de Miguel de Mañara, bajo esta óptica se esconde una visión de la mortificación y el sufrimiento que sirve como control de los posibles movimientos revolucionarios. Puro control ideológico.
Otros autores, como Gállego (Visión y símbolos...), insisten en el carácter simbólico que corre por debajo del realismo típicamente barroco. Un simbolismo que convierte los bodegones de Sánchez Cotán en vanitas disfrazadas y estos jeroglíficos un motivo de meditación emocional pero también racional (un amplio repertorio de posibilidades según la educación del espectador)
Checa y Morales plantean también el tema de una forma contradictoria que, sin embargo, es plenamente coincidente con lo paradójico que tiene el Barroco. Esta estética de la nada, del abandono, también es una forma de exaltación de la vida, pues la propia fugacidad de vida puede ser un acicate para la piedad religiosa pero también para el goce de lo material que tan rápidamente desaparece.
La última interpretación que conozco la planteó hacia unos años De la Flor y ya nos hicimos eco de ella al interpretar el Marte Pensativo de Velázquez. Este autor habla de un complejo de Job, de un imaginario de desastre en un Imperio en plena decadencia. Es la imagen de una historia triste (Villar), de la tribulación como un hecho cotidiano (Benjamin), una complacencia morbosa como síntoma último del desengaño ante el fin del Imperio. Una ideología anclada en el Ecliasastés que revela la crisis económica pero también social y moral del pueblo que fue el dueño del mundo y lo está perdiendo a pasos acelerados, quedando relegado durante siglos. Algo que vemos aparecer constantemente en la literatura descarnada de Quevedo
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Vicente Camarasa
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