¿CAFÉ O TÉ? FRANÇOIS BOUCHER. El Desayuno
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Porque la sencillez no está reñida con la belleza. Y si no que se lo digan al autor de este cuadro, el pintor y decorador François Boucher, a quien muchas de sus obras de temática religiosa, mitológica, paisajes y desnudos sitúan como uno de los mejores representantes del arte que se desarrolla en Francia en torno a los siglos XVII y XVIII: el Rococó.
EL COLUMPIO/ Fragonard
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La muerte en 1715 del rey francés Luis XIV, el famoso Roi Soleil, marca un antes y un después en la forma de concebir la pintura, pues a partir de ese momento se encargan pinturas que se correspondan con la intimidad de los palacios, desarrollándose el gusto por lo privado y lo sentimental como ya ocurre en Holanda desde el XVII donde los retratos, bien individuales o en grupo (doelen), ganan terreno a los hasta entonces frecuentes temas mitológicos.
Así, autores como Watteau, Fragonard o Murillo (en España) contribuyen a dar una visión del mundo muy idealizada, exquisita y delicada donde no hay lugar para la tensión, la cual se transforma en armonía, amabilidad y sensualidad en las tan habituales escenas de fiestas palaciegas, campestres y aventuras amorosas que muestran la vida de la corte.
Diana después del baño. Boucher
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Con luz y colores muy suaves que generan un ambiente vaporoso (colores pastel), gestos artificiales que resultan excesivamente afectados y, especialmente en arquitectura, una tendencia al horror vacui (exceso de decoración) en un intento por plasmar todos los objetos de manera refinada y elegante (que en ocasiones roza el límite con lo kistch).
A primera vista este cuadro de Boucher, donde se aprecia la importancia de lo ornamental, el lujo y el cual muestra a una familia rica burguesa tomando el desayuno, parece ser una réplica de la suya propia (pues este pintor estaba casado y tenía dos hijos que contaban por entonces aproximadamente la misma edad que los niños del cuadro). Sin embargo, tras esa escena tan cotidiana y de apariencia simple se esconden algunas “anécdotas” pues, aunque no en muchas ocasiones nos hallamos detenido a pensar en ello, lo cierto es que el desayuno tal y como lo conocemos hoy en día, procede de la Francia del siglo XVIII con el rey Luis XV que, según cuentan, comenzó a tomar un panecillo acompañado de una bebida caliente, adelantando así el comienzo del día que otros monarcas tenían fijado a eso de las 10, haciéndose además popular gracias a las bebidas calientes como el café, el té y, sobre todo el chocolate que, desde que Ana de Austria (madre de Luis XIV) lo introdujese en la corte, rápidamente se convirtió en una bebida muy apreciada por la aristocracia quedando reservado el café para los trabajadores que lo tomaban antes de comenzar su jornada de trabajo, hábito que, por otra parte, parece haberse mantenido a pesar de los años.
En la escena, los personajes de esta familia adinerada aparecen disfrutando de la deliciosa bebida del momento, servida por el criado (conocido en la Francia del XVIII como un garçon limonadier, en honor a las bebidas que éstos vendían por las calles de París en el momento en que se pusieron de moda las ya mencionadas bebidas calientes) en una jarra que destaca por su forma abombada, que no tenía otra finalidad que la de ayudar a servir y repartir el chocolate sin derramarlo.
Los niños no están ahí por casualidad y, en mi opinión, se podría decir que indirectamente desempeñan un papel de denuncia contra un aspecto muy concreto de la sociedad de entonces. Y es que este cuadro supone “una revolución” en lo que respecta al cuidado de los hijos.
En él, las mujeres aparecen con una actitud maternal y muy pendientes de los más pequeños de la casa, algo nada habitual en aquella época en la cual había cierta tendencia a la falta de atención hacia los niños, que no eran considerados como personas sino más bien como animales y por ello la educación que tenían que recibir.
En las mejores familias, los padres se separaban de sus hijos apenas recién nacidos a quienes se enviaba con la nodriza al campo donde ella misma los amamantaba, perdiéndose así los lazos de afecto que algunos historiadores intentan justificar como un mecanismo de defensa de los padres, debido a la alta mortalidad infantil de la época.
Esto no pasó desapercibido a los ojos del filósofo Rousseau quien, en su obra Emilio, trata el tema de la educación de los niños y defiende que las madres amamanten a sus hijos para desarrollar de esa manera los vínculos y la protección que hoy conocemos.
“Los hijos permanecen vinculados a sus padres, el tiempo necesario para su preservación, para ser protegidos, cuando desaparece esa necesidad, ese lazo natural también desaparece.”
Mar San Segundo
1 comentario
Amparo -
Me ha parecido muy curioso lo del desayuno.